Japón siempre me atrae tanto en la simpleza de su belleza como la excentricidad de su abismo. Me es difícil diferenciar lo que admiro de lo que me genera repulsión. Es su capacidad para absorberme a través de una estética de la limpieza como también lo explicito de sus aberraciones, porque pareciese que lo que hace de este un mundo ideal es precisamente lo marcados que están sus extremos para terminar construyendo su equilibrado centro.
Solo hasta ahora caigo en cuenta que la sonorización de sus animes de antaño, con sus postales de ciudades neofuturistas me llaman tanto como aquella vez que en una exposición de arte vi por primera vez ese « manual completo del suicida » escrito por Wataro Tsurumi. Es así que llegó a la conclusión que sentir respeto por algo no es otra cosa que disimular nuestro miedo.
Ya no sé si mi conexión cósmica con el país de las maravillas es un vaticinio de la paz absoluta de mi ser o la prueba más acérrima de su infinita angustia. Por fin me replanteo si este es uno de esos lugares con la capacidad de construirnos solo para terminar destruyendonos -tal como el amor-.
Me es incómodo pensar que un mismo lugar puede representar en su plenitud una invitación a la vida como también esa tentativa de muerte. ¿Cómo un plano terrenal puede conjugar ese amor por la vida de la misma que ese temor a la muerte? Pero lo más paradójico es que en ambos sentidos esto se vuelve una experiencia terriblemente personal e individual, porqué sé que el día que recorra las calles de Tokio podré encontrar esa plena paz que tanto he anhelado toda mi vida, pero también afrontaré que mi muerte llegará por mano propia…
A lo mejor esa es la tesis de la « vida a la japonesa », el entender que todo final se ve precedido de un inicio y precisamente que cada inicio necesita un final. Para terminar concluyendo que ambas cosas son lo mismo.
Sospecho que ahí radica la clave de esa sensación que tanto me ataca… Un miedo absoluto tanto a iniciar como a terminar algo porqué aún no comprendo que la existencia no data de estados inamovibles sino ciclos infinitos.
Autor: Niloca
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